lunes, 24 de noviembre de 2014

El peinado de las mujeres romanas

Estar guapa ha sido y es una de las principales preocupaciones de muchas mujeres, y no iban a ser menos las romanas. Son muchos los datos escritos y los hallazgos materiales que apuntan en este sentido: espejos, peines de hueso, alfileres para el cabello, ungüentarios y otros pequeños frascos en los que se almacenaban cosméticos y perfumes…sin olvidar las recomendaciones que da Ovidio en su Ars Amandi para que las mujeres estuviesen perfectas para sus amantes. Sus mayores atenciones estaban destinadas al cabello, una preocupación que Galeno refleja cuando habla de la existencia de brebajes para combatir la caída capilar elaborados a base de cabezas o excrementos ratón entre otros ingredientes, y que tendrían su origen en un libro de cosméticos escrito por Cleopatra (MCKEOWN, 2001).

La tradición marcaba que la matrona romana debía de llevar el cabello largo pero siempre recogido, ya que el cabello suelto era propio de las prostitutas. Para realizar los diferentes peinados existía una esclava especialista, la ornatrix, ya que con el paso de los años se irán complicando cada vez más y más. Y es que como ocurre a día de hoy la moda iba cambiando y evolucionando y, si hoy son actrices, cantantes o modelos las que marcan las nuevas tendencias, en época romana eran las esposas de los emperadores y miembros femeninos de la familia imperial las que propiciaban los cambios e imponían modas al quedar sus peinados reflejados en las monedas y esculturas  que con su imagen se erigían en todos los rincones del imperio.

Espejo de bronce (Museo Arqueológico de Córdoba).
                               
En los orígenes del mundo romano rigor y austeridad serán las palabras que mejor califiquen a sus costumbres, un rigor y una austeridad que poco a poco se irán relajando, especialmente a partir del siglo II a.C. momento en el que asistimos a una serie de cambios fundamentales, entre los que hay que destacar el contacto con el mundo griego que modificó en gran medida las costumbres y la manera de entender el mundo de los romanos, imponiéndose como forma de vida la riqueza y el lujo y, con ellos, el individualismo y la competencia por el poder que caracterizó a los años finales de la República, disputas sufragadas con las enormes riquezas generadas con las campañas de conquista que provocaron un enriquecimiento generalizado de la sociedad romana.  La vuelta a la austeridad y las tradiciones pasadas será uno de los objetivos principales de la política de Augusto, una vuelta a la moral de los antepasados como medio para poner fin a los grandes males que habían acabado con la República, considerados como un castigo por la relajación de costumbres (GRIMAL, 1993).  A lo largo de estos años el peinado de la matrona romana experimentó ligeras variaciones siendo la sencillez y la naturalidad sus señas de identidad. Aunque son pocos los datos que se disponen para los primeros años parece que lo predominante sería llevar la raya en medio y el pelo recogido detrás en un rodete anudado con horquillas y cintas, el denominado como estilo tutulus, herencia del mundo etrusco(FORNELL, 2013). En época augustea se impuso el denominado “peinado Octavia” nombre tomado de la precursora de este estilo, Octavia, la hermana del emperador, mujer que albergaba las virtudes propias de la matrona romana por lo que se convirtió en el modelo a imitar por el resto de mujeres romanas, incluyendo su peinado. Estaba compuesto por un pequeño topete en la frente del que partía una trenza que atravesaba la zona central de la cabeza, a modo de cresta, hasta llegar a la parte trasera donde se situaba un moño hecho de trenzas a la altura de la nuca. El resto del pelo se tensaba, quedando muy pegado al cráneo a excepción de la zona de las sienes, donde el cabello se ahuecaba hasta la altura de las orejas a partir de donde se trenzaba y enlazaba con el moño trasero. La mujer del emperador, Livia, era otro de los espejos donde se miraban las matronas romanas. Su peinado no era muy distinto al de Octavia, estando compuesto por un tupe o nodus en la frente, el cabello ondulado hacia dentro en los laterales y un moño en la parte posterior, aunque con el paso del tiempo empleó diferentes peinados como reflejan su retratos en las emisiones monetales. Otro peinado famoso de la época era el inspirado en la hija de Octavia y Marco Antonio, Octavia la Menor, con un moño en la parte baja de la nuca y raya en el medio de la cabeza. En época de Claudio fue su tercera mujer, Mesalina, la que marcará tendencia con un peinado compuesto a base de pequeños ricitos en la frente y rizos más grandes en el resto del pelo, recogido en la parte posterior. Un peinado que anticipa lo que vamos a ver más adelante.


Busto de Octavia (Museo dell'Ara Pacis, Roma).  
                                           

 Camafeo con representación de Mesalina y sus hijos.
                                                 
    Y es que será en época de los Flavios y sus sucesores cuando el peinado de la mujer romana alcance las formas más rocambolescas, coincidiendo con la invasión definitiva de la civilización oriental en Roma (GRIMAL, 1993:90). Ya vimos el precedente con Mesalina pero es ahora cuando los rizos se multiplican, unos rizos que se realizan empleando dos hierros cilíndricos que la ornatrix calienta en un brasero. En época Flavia se impone un peinado en forma de diadema elevada realizada a base de rizos y rematada con un moño de trenzas en la zona posterior de la cabeza, un tocado tan complejo que rápidamente es sustituido por uno similar, igualmente alto, pero realizado a base de trenzas. En muchas ocasiones se recurre al empleo de postizos y apliques para poder realizar estos arreglos. Uno de estos complejos peinados, el denominado como “nido de abejas” fue puesto de moda por Julia, hija del emperador Tito, aunque lo utilizarían también emperatrices como la mujer de Domiciano, Domitia. Los rizos adquirían forma de diadema elevada dispuesta sobre la frente mientras que el resto del cabello trenzado se recogía en un moño. Plotina, la esposa de Trajano, impuso su propia moda, el peinado “a la Plotina”. Desde mediados del siglo II d.C. la mujer romana deja a un lado estos modelos tan complicados, volviendo a las ondas sencillas que acaban en un rodete o madeja en la parte posterior de la cabeza, en ocasiones sustentado por una redecilla, como parecen evidenciar las representaciones de la emperatriz Manlia Escantila y su hija Didia Clara. Con la llegada de los Severos de nuevo los peinados se complican, ondulándose y trenzándose pero manteniendo esa madeja en la parte posterior de la cabeza. Entre las principales representantes de este estilo se encuentran Julia Domna y Julia Maesa.



Busto de Julia Flavia con el peinado "nido de abeja".     
                                                                 
Busto de Plotina (Gliptoteca de Munich).
                                                    
La tradición marcaba que el cabello de la mujer romana debía de ser oscuro ya que tonalidades como el naranja o el azul son propias de mujeres de dudosa reputación. Pero desde época augustea, la expansión por el norte de Europa y los contactos con las tribus germanas puso de moda colores como el pelirrojo y el rubio. Para conseguirlo existían tintes aunque estropeaban el cabello por lo que era frecuente que se recurriese al empleo de pelucas realizadas con cabello natural: el negro procedía Oriente mientras que los tonos más claros se obtienenníande las mujeres germanas. Ya antes de este momento los romanos habían recurrido al empleo de tintes con el objetivo principal de tapar las canas que eran, junto con la calvicie, símbolo claro de vejez.

Los diferentes peinados se remataban con adornos como diademas de metal precioso adornadas con perlas y gemas, peinetas, acus crinalis, cintas de colores, flores, polvos de oro y rosa…
Moneda con busto de Manlia Escantila.                                    

        Busto de Julia Domna (Museo del Louvre, París).

                                     .

Bibliografía:

-  FORNELL, A., (2013): La estética capilar en la Antigua Roma a través de las representaciones numismáticas. Red Visual, 18. Págs.65-74.
-  GRIMAL, P., (1993): La vida en la Antigua Roma. Paidós, Barcelona.    
-  GUILLÉN, J., (1994): Urbs Roma. Vida y costumbres de los romanos I. La vida privada. Ed.Sígueme, Salamanca.
-  MCKEOWN, J.C., (2001): Gabinete de curiosidades romanas. Crítica, Barcelona.
-  OVIDIO. Ars Amandi.





Nacer en la Antigua Roma

Tener descendencia era el objetivo principal de toda familia patricia, y especialmente de toda mujer, ya que era la única forma de que se perpetuase la estirpe. Sin embargo, no era una tarea sencilla teniendo en cuenta la elevada mortalidad infantil de la época que hacía que el número de hijos fuera muy elevado ya que lo más probable es que solo dos o tres de ellos llegasen a la edad adulta.


Lo primero de todo era que el recién nacido llegase al mundo sano y salvo, tarea en ocasiones complicada teniendo en cuenta que en la época a la que nos referimos no existían los adelantos médicos que tanto ayudan a día de hoy a las parturientas. Estas nada más que contaban con el auxilio de la comadrona pero cualquier infortunio como que el niño viniese de nalgas, que el cordón umbilical se le enrollase en el cuello o alguna infección podían acabar con la vida del bebé y de la madre.  La presencia de hombres no estaba permitida en la habitación donde la mujer estaba dando a luz aunque en casos de excepcional peligro para la vida de la madre o el hijo podía requerirse la presencia de un médico.  En esta terracota procedente de la ciudad de Ostia está representado un parto, con la mujer sentada, la comadrona y su ayudante. Parece ser que la postura más frecuente para parir era que la mujer estuviese sentada, a diferencia de lo que ocurre a día de hoy.


Terracota procedente de Ostia con escena de parto.
Pero sobrevivir no era suficiente. El recién nacido debía de ser aceptado por el paterfamilias en una ceremonia en la que la criatura, después de cortarle el cordón umbilical y limpiarlo, era depositada en el suelo del atrio, a los pies del padre, a la espera del reconocimiento de este que se produciría si consideraba que el bebé podría llegar a convertirse en un digno sucesor o en una buena matrona. En este caso el padre recogía al pequeño del suelo y lo levantaba ante el resto de familiares congregados en la sala, así el niño pasaba inmediatamente a formar parte de la familia. Nueve días después del nacimiento en el caso de los niños, ocho en el de las niñas, si el bebé había conseguido sobrevivir, se purificaba en el altar doméstico, se le otorgaba el nombre y se le colgaban amuletos protectores. En el caso de los niños se empleaba la bulla, un colgante con forma circular, de saquito o de corazón que contenía un su interior un amuleto para proteger al niño, o infans que eran llamados los niños y niñas hasta los 7 años de edad aproximadamente, de los malos espíritus.  Las niñas portaban la lúnula hasta el día de su matrimonio.
 
Bulla de oro, procedente del Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.
Pero también podía darse el caso de que el padre no considerase al pequeño como lo suficientemente sano y fuerte para continuar el linaje, aunque era el único motivo para repudiar a un hijo: malformaciones, sospechas de que sea fruto de una infidelidad, demasiados hijos del mismo sexo en la familia… Entonces el bebé era recogido de nuevo del suelo y abandonado a su suerte. Por algunos autores antiguos sabemos la existencia de una columna, la columna lactaria, en la que se abandonaban a estos niños, siempre acompañados de algún signo de reconocimiento como medallitas o monedas partidas por si en un futuro sus familias quisieran recuperarlos. Desde aquí su destino es incierto: podían ser recogidos por familias las cuales no habían sido bendecidas con descendencia para criarlos como sus propios hijos, sobrevivir gracias a la caridad y convertirse en prostitutas, criados o esclavos e incluso parece ser que estaba extendido un importante mercado de bebés. Eran recogidos en estos puntos y vendidos para sacar beneficio por ellos. Y eso si tenían suerte ya que tampoco era infrecuente que fuesen asesinados o abandonados en vertederos o zonas aisladas para evitar que fuesen encontrados, condenándolos a una muerte segura por hambre, frío o el ataque de algún perro callejero.

Bibliografía:

- GRIMAL, P. (1999): La civilización romana: vida, costumbres, leyes, artes. Paidós, Barcelona.
- GUILLÉN, J. (1994): Urbs Roma. Vida y costumbres de los romanos I. La vida privada. Sígueme, Barcelona.
- GUHL, E. (1997): Los romanos: su vida y costumbres. M.E. Editores, Madrid.


¿Cómo se llamaban los romanos?

Antes de tratar cualquier tema relacionado con la vida cotidiana de los romanos es necesario empezar por algo básico ¿cómo se llamaban? ¿empleaban la misma fórmula que nosotros, con nombre y apellidos?

El nombre de cada individuo dependía de diversos factores como su condición social, su sexo o, incluso, la época histórica a la que hagamos referencia ya que existe un testimonio, atribuido a Varrón, en el que se indica que en los primeros tiempos los romanos eran llamados por un solo nombre acompañado de un genitivo (caso que hace que la palabra actúe a modo de complemento del nombre principal) que indicaba de quien era hijo o esposa el personaje en cuestión (BATTLE, 1963: 29).


Los ciudadanos romanos, hombre libres, tenían tres nombres:

- Praenomen: correspondía al nombre propio de las persona, ayudando a diferenciarlo del resto de miembros de su familia. Su número era limitando, hablándose de la existencia de entre 40 y 50 en época republicana de los cuales los más frecuentes serían unos 17: Lucius, Caius, Marcus, Gneus...Solo los miembros más cercanos empleaban este nombre para dirigirse a sus familiares.

-  Nomen: indicaba la familia o gens a la que pertenecía el personaje: Iulius, Cornelius...La terminación de este nomen puede ayudar a identificar el origen de la familia y así, por ejemplo, las familias romanas procedentes del Lacio solían tener un nomen acabado en -ius, -aius o -eius, mientras que aquellas que tenían un origen etrusco lo hacían en -arna, -enna o -inna entra otros. 

-Cognomen: es una especie de "apodo" empelado para distinguir a las diferentes ramas de una misma familia como los Cornelius Cinna, Cornelius Scipio o Cornelius Balbus, diferentes ramas de la gens Cornelia.

A la hora de representar estos nombres en las inscripciones el praenomen suele aparecer abreviado y se incorporan otros elementos como la filiación, la tribu (cada una de las 35 circunscripciones en las que estaba dividido el territorio de Roma) a la que el individuo pertenecía de acuerdo con su domicilio, o el origo (origen) del personaje.


Aquí tenemos dos ejemplos de inscripciones conmemorativas grabadas en los dinteles situados sobre los principales accesos del teatro romano de Carthago Nova:


Dinteles conmemorativos procedentes del Teatro Romano de Cartagena.

En el primero de ellos se puede leer:


C. Caesari Augusti f divi n
La primera C  correspondería al praenomen Caius mientras que la F y la N indican la filiación del personaje, filius (hijo) y nepos (nieto), hijo de Augusto y nieto del divino, Julio Cesar.


El caso de las mujeres libres era distinto:

Estas solo poseían el nomen de la gens junto con un cognomen en el que se indicaba, generalmente, el orden de nacimiento. Como ejemplo citar el nombre de las dos hijas de Publio Cornelio Escipión el Africano, Cornelia Maior la mayor y Cornelia Minor la pequeña, a diferencia de su hermano que sí heredó el nombre completo de su padre. El nombre de las mujeres no cambiaba después del matrimonio y en el caso de encontrarnos con esposos en el que el marido y la mujer tengan el mismo nombre es debido a que ambos son libertos de un mismo señor.


Efectivamente las reglas que rigen los nombres de los libertos presentan ciertas diferencias:

Como praenomen solía elegirse el del antiguo dueño o el padre o patrono en caso de que la dueña fuese una mujer, mientras que como nomen se adoptaba el de la familia a la que había servido, el nombre de la profesión desempeñada si era esclavo de un collegium, de la divinidad venerada si lo era de un templo o el gentilicio publicus si se trataba de un antiguo esclavo del municipio o la colonia. Como cognomen conservaba su antiguo nombre.


Otros casos particulares son el de los extranjeros nacionalizados y el de las adopciones:

En el primero de ellos, los extranjeros que recibían la ciudadania romana adoptaban el praenomen y el nomen de aquellos individuos que le habían concedido el derecho, conservando su antiguo nombre como cognomen, similar a lo que ocurría con los libertos. 

En el caso de las adopciones se tomaba el nombre completo del padre adoptivo manteniéndose el antiguo nombre como un segundo cognomen. Como ejemplo tenemos a Cayo Octavio Turino luego renombrado como Cayo Julio Cesar Octaviano tras ser adoptado por Cayo Julio Cesar.


Bibliografía:  

- BATLLE, H. (1963): Epigrafía latina. CSIC, Instituto "Antonio de Nebrija", Colección de manuales Emérita, nº5. Barcelona, 1963.
- GRIMAL, P. (1999): La civilización romana: vida, costumbres, leyes, artes. Paidos, Barcelona, 1999.
- MCKEOWN, J.C. (2011): Gabinete de curiosidades romanas. Crítica, Barcelona, 2011.